Xirín se
mostraba exultante: «El viernes pasado», seguía escribiendo, «algunos jóvenes
mollahs intentaron provocar un alboroto en el bazar. Calificaban a la
Constitución de innovación herética y querían incitar a la gente a manifestarse
ante el Baharistán, sede del Parlamento. Sin éxito. Por más que se
desgañitaban, los ciudadanos permanecían indiferentes. De vez en cuando un
hombre se detenía, escuchaba un retazo de arenga y luego se alejaba
encogiéndose de hombros. Al fin llegaron tres ulemas, entre los más venerados
de la ciudad, que, sin miramientos, invitaron a los predicadores a volver a sus
casas por el camino más corto y sin levantar los ojos por encima de sus
rodillas. Apenas me atrevo a creerlo, el fanatismo ha muerto en Persia».
Utilicé
esta última frase como título de mi mejor artículo. La princesa me había
contagiado de tal modo su entusiasmo que mi texto fue un verdadero acto de fe.
El director de la «Gazette» me recomendó ponderación pero, a juzgar por el
número de cartas que recibí, los lectores aprobaron mi vehemencia.
Una de
ellas estaba firmada por un tal Howard C.Baskerville, estudiante de la
Universidad de Princeton Nueva Jersey. Acababa de obtener su diploma de Bachelor
of Arts y deseaba ir a Persia para observar de cerca los
acontecimientos que yo describía. Una de sus frases impresionó: «Tengo la
profunda convicción, en este comienzo de siglo, de que si Oriente no consigue
despertarse, pronto Occidente no podrá dormir más.» En mi respuesta le animaba
a hacer ese viaje, prometiendo proporcionarle, cuando estuviera decidido a ello,
los nombres de algunos amigos que podrían ayudarle.
Algunas
semanas más tarde, Baskerville vino hasta Annápolis para anunciarme de viva voz
que había obtenido un puesto de maestro en la Memorial Boys’ School de Tabriz,
dirigida por la Misión presbiteriana americana; enseñaría a los jóvenes persas
el inglés y las ciencias. Se marchaba enseguida y solicitaba consejos y
recomendaciones. Le felicité calurosamente y, sin refleMonar demasiado, le
prometí pasar a verlo si volvía a Persia.
No
pensaba ir tan pronto. No eran deseos lo que me faltaba, pero dudaba aún de
hacer ese viaje a causa de las falaces acusaciones que pesaban sobre mí. ¿No
era el presunto cómplice en el asesinato de un rey? A pesar de los vertiginosos
cambios sobrevenidos en Teherán, temía que, en virtud de alguna orden
polvorienta, me detuvieran en la frontera sin que pudiera alertar a mis amigos
o a mi Legación.
Sin
embargo, la partida de Baskerville me incitó a efectuar algunas gestiones para
regularizar mi situación. Había prometido a Xirín no escribirle nunca y, como
no quería arriesgarme a ver interrumpida su correspondencia, me dirigí a Fazel,
cuya influencia, lo sabía, se afirmaba cada día más. En la Asamblea Nacional,
donde se tomaban las grandes decisiones, era el más escuchado de los diputados
Su
respuesta me llegó tres meses más tarde, amistosa, cálida y sobre todo
acompañada de un papel oficial, que llevaba el sello del Ministerio de
justicia, precisando que estaba exculpado de toda sospecha de complicidad en el
asesinato del antiguo shah; en consecuencia estaba autorizado a circular
libremente por todas las Provincias de Persia.
Sin
esperar más, me embarqué para Marsella y de allí para Salónica, Constantinopla
y luego Trebisonda, antes de rodear, montado en una mula, el monte Ararat hasta
Tabriz.
Llegué un
caluroso día de junio. Apenas tuve tiempo para instalarme en el caravasar del
barrio armenio cuando ya el sol estaba a ras de los tejados. Sin embargo, tenía
interés por ver a Baskerville lo antes posible y con esa intención acudí a la
Misión presbiteriana, un edificio bajo pero extendido, recién pintado de blanco
resplandeciente en un bosque de albaricoqueros. Dos humildes cruces sobre la
verja, y en el tejado, encima de la puerta de entrada, una bandera estrellada.
Un
jardinero persa vino a mi encuentro para conducirme al despacho del pastor, un
individuo corpulento, barbudo y pelirrojo con aspecto de hombre de mar, que me
dio un apretón de manos firme y hospitalario. Antes incluso de invitarme a
tomar asiento, me propuso albergarme lo que durara mi estancia.
–
Tenernos siempre una habitación preparada para los compatriotas que nos dan la
sorpresa de su visita y rato nos honran con ella. No le estoy dando un trato
especial, sólo sigo la costumbre establecida desde la fundación de esta Misión.
Me excusé
lamentándolo sinceramente.
– Ya he
dejado mi maleta en el caravasar y tengo pensado proseguir mi camino hacia
Teherán pasado mañana.
– Tabriz
se merece más que una visita precipitada, ¿Cómo puede usted venir hasta aquí y
no perderse día o dos por los dédalos del mayor bazar de Oriente, no contemplar
las ruinas de la mezquita Azul mencionada en Las mil y una noches? En nuestros
días, los viajeros tienen demasiada prisa, prisa por llegar, por llegar a toda
costa, pero no se llega solamente al final del camino. En cada etapa se llega a
alguna parte, a cada paso se puede descubrir una cara oculta de nuestro
planeta, basta con mirar, con desear, con creer, con amar.
Parecía
sinceramente desolado al verme tan mal viajero. Me sentí obligado a
justificarme.
– El caso
es que tengo un trabajo urgente en Teherán. He dado un rodeo por Tabriz sólo
para ver a un amigo que enseña aquí, Howard Baskerville.
La sola
mención de ese nombre enrareció la atmósfera. Puso fin a la jovialidad, a la
animación y al reproche paternal y sólo quedó una mirada confusa que juzgué,
incluso, huidiza. Un pesado silencio y luego:
– ¿Es
usted amigo de Howard?
– En
cierto sentido, soy responsable de su venida a Persia.
– ¡Gran
responsabilidad!
En vano
busqué en sus labios una sonrisa. Súbitamente me pareció abrumado y envejecido,
con los hombros caídos y una mirada que se volvió casi suplicante,
– Dirijo
esta Misión desde hace quince años, nuestra escuela es la mejor de la ciudad y
me atrevo a creer que nuestra obra es útil y cristiana. Aquellos que toman
parte en nuestras actividades tienen empeño en el progreso de esta región, si
no, créame, nada les obligaría a venir desde tan lejos para enfrentarse con un
medio a menudo hostil.
No tenía
ninguna razón para dudar de ello, pero la vehemencia que el hombre ponía en
defenderse me molestaba. Sólo estaba en su despacho desde hacía algunos
minutos, no le había acusado de nada, no le había pedido nada. Me contenté,
pues, con asentir cortésmente con la cabeza. Él prosiguió:
– Cuando
un misionero da muestras de indiferencia frente a las desgracias que abruman a
los persas, cuando un maestro no siente ninguna alegría ante los progresos de
sus alumnos, le aconsejo encarecidamente que regrese a los Estados Unidos.
Puede suceder que el entusiasmo decaiga, sobre todo entre los más jóvenes. ¿Hay
algo más humano?
Terminado
este preámbulo, el reverendo calló. Sus gruesos dedos agarraban nerviosos su
pipa. Parecía tener dificultad en encontrar las palabras. Creí mi deber
facilitarle la tarea. Y adoptando un tono de lo más indiferente, dije:
– ¿Quiere
decir que Howard se ha desanimado después de algunos meses, que su pasión por
Oriente se ha revelado pasajera?
Se
sobresaltó.
– ¡Dios
mío, no, no Baskerville! Trataba de explicarle lo que sucede a veces con
algunos de nuestros neófitos. Con su amigo ha sucedido a la inversa y estoy
mucho más preocupado. En cierto sentido es el mejor maestro que jamás hayamos
contratado, sus alumnos hacen progresos prodigiosos, para sus padres no hay
otro igual y la Misión nunca ha recibido tanto regalos, corderos, gallos,
dulces, todo en honor de Baskerville. El drama con respecto a él es que se
niega a comportarse como un extranjero. Si se divirtiera vistiéndose a la
manera de la gente de aquí, alimentándose de polow y saludándome en el dialecto
del país, me habría contentado con sonreír. Pero Baskerville no es hombre que
se detenga en las apariencias. Se ha lanzado desenfrenadamente a la lucha
política en clase, elogia a la Constitución, anima a sus alumnos a criticar a
los rusos, a los ingleses, al shah y a los mollahs retrógrados. Sospecho,
incluso, que es lo que aquí se llama un «hijo de Adán», es decir, un miembro de
las sociedades secretas.
Suspiró.
– Ayer
por la mañana tuvo lugar una manifestación ante nuestra verja, dirigida por dos
de los más eminentes jefes religiosos, para exigir la partida de Baskerville o,
en lugar de ello, el cierre puro y simple de la Misión. Tres horas más tarde,
otra manifestación se desarrollaba en el mismo lugar para aclamar a Howard y
exigir que se le mantuviera en su puesto. Comprenderá que si se prolonga
semejante conflicto no podremos permanecer en esta ciudad por mucho tiempo.
– Supongo
que ya ha hablado usted de ello con Howard.
– Cien
veces y en todos los tonos. Invariablemente responde que el despertar de
Oriente es más importante que la suerte de la Misión, que si la revolución
constitucional fracasara nos obligarían de todas maneras a partir. Por
supuesto, siempre puedo poner fin a su contrato, pero ese acto sólo suscitará
incomprensión y hostilidad por parte de los que, entre la población, nos han
apoyado siempre. La única solución sería que Baskerville aplacara sus fervores.
¿Quizá pueda usted hacerle entrar en razón?
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